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El origen de la peste, según Carlos Gamerro – Télam

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Carlos Gamerro

Carlos Gamerro

El escritor Carlos Gamerro propone un recorrido por las diferentes representaciones de las epidemias en la literatura, desde la peste que cae sobre el campamento griego en el Libro I de «La Ilíada», y la que asuela Tebas en Edipo rey, hasta novelas en las que es el tema excluyente, como «Diario del año de la peste» de Daniel Defoe.

El crítico comparte con Télam un texto sobre ese recorrido que desarrollará en su curso «Pesadillas pandémicas: Crónicas, imaginaciones y fantasías desde Homero a Defoe, Woolf, Camus y Saramago» que dictará en el Malba los lunes 8, 22 de febrero, 1 y 8 de marzo de 18:30 a 20.

El origen de la peste

Por Carlos Gamerro

Para los griegos las cosas estaban más o menos claras, al menos al principio. La peste era un castigo puntual enviado por un dios definido a algunos hombres en particular por alguna ofensa precisa. Así, en el canto I de la Ilíada, cuando Apolo la hace caer sobre el campamento griego, no le lleva nada al augur Calcas determinar que lo ha hecho para castigar la impiedad del rey Agamenón. La peste ni siquiera se presenta como un agente natural que el dios meramente desata, sino que está metaforizada como lluvia de flechas que Apolo en persona, temblando de indignación, dispara una a una. Por lo mismo, una vez identificadas las causas y el agente, basta apaciguar al dios con homenajes y sacrificios para que la pestilencia cese.

Las cosas ya no son tan claras en dos textos posteriores, y contemporáneos entre sí: tanto Edipo rey de Sófocles como la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides se ocupan de la llegada de una mortífera epidemia, probablemente de fiebre tifoidea, a Atenas en el 429 A.C., al comienzo de la guerra contra Esparta y sus aliados, cuando la ciudad se hallaba abarrotada de refugiados, pero si Sófocles la sitúa en Tebas y en los mismos tiempos míticos de los poemas homéricos, y la presenta como un castigo de los dioses a los involuntarios crímenes de su protagonista, Tucídides se abstiene de involucrarlos, prefiriendo referirla a causas naturales, como hacía de modo contemporáneo la naciente medicina hipocrática.

El historiador bizantino Procopio (500-560 D.C.), en el Libro II de su Historia de las guerras, se sirve del modelo de Tucídides para describir la peste que asoló Constantinopla en el 542-3 D.C., pero con importantes diferencias: escribe en un contexto cristiano, el reino de Justiniano I, y el suyo es el relato inaugural sobre la primera pandemia de peste bubónica, que acabó con la vida de entre veinte y cincuenta millones de personas entre el 541 y 755 D.C. Tal vez porque la suya es la primera descripción de una pandemia propiamente dicha, que abarcó todo el orbe conocido, tal vez por el nuevo contexto religioso, su versión se reviste de una dimensión apocalíptica netamente cristiana: la peste «se expandía por todas partes hasta los confines del mundo, como con miedo a que se le escapara algún rincón de la tierra».

La noción de la peste como castigo divino está inequívocamente sancionada por la Biblia, en la historia de las diez plagas de Egipto, enviadas por Yahvé cuando el faraón se niega a liberar a los judíos; en amenazas varias («Y si buscareis refugio en vuestras ciudades, yo enviaré pestilencia entre vosotros, y seréis entregados en mano del enemigo.» (Lev. 26, 25) y como profecía en el Libro de Revelación, en el que la Peste aparece cabalgando junto a los otros tres jinetes del Apocalipsis: la Muerte, la Guerra y la Hambruna. Suele invocarse el «Diario del año de la peste» (1722) de Daniel Defoe, que retrata la última gran epidemia de peste bubónica en afectar Londres, en 1665, como una obra donde ésta se presenta sistemáticamente como castigo divino, y es verdad que la palabra más utilizada para referir la epidemia es «visitación», en el sentido bíblico de ‘plaga enviada por Dios como castigo’; pero Defoe alterna la justificación religiosa con la causalidad natural: «Cuando hablo de la peste en tanto dolencia que surge de causas naturales, corresponde considerarla en tanto es realmente propagada por medios naturales; no pierde su condición de Juicio [divino] por estar bajo la guía de causas y efectos humanos».

El vaivén del Diario de Defoe se vuelve tránsito o evolución en La peste (1947) de Albert Camus: el padre Paneloux pronuncia, cuando la ciudad de Orán está aislada del resto del mundo, un sermón en el que fulmina a sus feligreses y los acusa de ser causantes de la epidemia: «Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido». Las ardientes palabras del padre Paneloux dejan frío al doctor Rieux, protagonista y barómetro moral de la novela: «He vivido demasiado tiempo en los hospitales para gustarme la idea del castigo colectivo. […] Paneloux es hombre de estudios. No ha visto morir bastante a la gente, por eso habla en nombre de una verdad». La experiencia de asistir juntos a las etapas del martirio de un niño que muere de peste acerca a los dos hombres, y Rieux acepta la invitación de Paneloux a escuchar su segundo sermón. Esta vez Paneloux habla «con un tono dulce y más meditado que la primera vez», y vacilando, y ya no dice ‘vosotros’ sino ‘nosotros’: «No hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender. […] El sufrimiento y la muerte de un niño son imposibles de comprender, y lo único que nos queda es quererlos».

«La religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días» ,reflexiona el doctor Rieux. Paneloux ya no habla como un hombre que presume de haber interpretado la voluntad divina; no habla desde la certeza, sino desde la incertidumbre. La pregunta deja de ser ‘¿cuál es la causa de la peste, y qué debemos hacer para evitarla?’ y se convierte en ‘¿Qué hacer cuando la peste llegue?’. Porque la peste llegará siempre, como en estos días hemos descubierto: pasada la edad dorada del erradicacionismo, en estos días en los que el mundo es Orán, estamos entendiendo que las pestes también pueden llegar para quedarse, y que lidiar con ellas implica, entre muchas otras cosas, aprender a convivir con ellas.

Creer que detrás del virus hay un Dios airado, o una Naturaleza ofendida pueden ser, como dijo Borges en otro contexto, «desesperaciones aparentes y consuelos secretos»; lo más aterrador es aceptar que detrás del virus no hay nada, que la ‘marcha del progreso’ y la intrincada articulación de una civilización planetaria han sido detenidas y alteradas por un retazo de ARN que ni siquiera tiene la delicadeza de ser del todo un ser viviente. La amenaza nuclear, que tuvo el honor de preceder a ésta como fuente de nuestros desvelos, nos obligaba a considerar nuestra estupidez, pero también nuestro poder (¡somos capaces de destruir el planeta!); ésta, nuestra insignificancia e impotencia.

Es un nuevo recordatorio de que no somos el centro del universo, y de que éste no fue hecho para nosotros, ni siquiera para hacernos pasar un mal rato. Frente a la amenaza de un caos sin intenciones ni sentimientos da cierto alivio verlo bajo la forma de una deidad vengadora u ofendida, que se puede aplacar con dádivas y sacrificios.



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